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  • Опубліковано 18 вер 2024
  • El hombre sujeto al dogma de ese modo y exaltado por la fe, se lanza en el abismo con el vértigo de la fiebre; entonces a esa locura del alma se le llama fanatismo, y el ser humano queda hábil para todos los crímenes; inútil para ningún bien, porque el dogma es la doctrina de las concupiscencias.
    Para las religiones positivas la verdad es sancionada por la experiencia de los hechos, de los sucesivos acontecimientos, de la manifestación real de las cosas tales como son en sí mismas, la exposición de esa misma verdad ajustada al compás y a la escuadra de la ciencia que no puede engañarse ni mentir, y que al manifestarse al hombre quiere la perfección de éste, moral y materialmente, por el conocimiento íntimo del origen do las cosas; para esas religiones, repetimos, ese examen de donde dimana tanta luz para el género humano, no es un error venal que ellas se decidirán a perdonar fácilmente, no; todo eso es un crimen a sus ojos, y los crímenes en materia religiosa no tienen ni pueden tener perdón, porque las inteligencias que abortaron el dogma son infalibles, y dudar del principio por ellas establecido, es una ofensa incalificable, que para castigarla se ha ocurrido en todos los tiempos a la barbarie más refinada, a la crueldad más inaudita.
    Lo que mejor prueba las conclusiones de la verdad que exponemos a la consideración del lector, son las innumerables víctimas sacrificadas por la fe religiosa en aras del dogma; los cruentos sacrificios impuestos al género humano para sostener los principios donde descansan las fórmulas y exterioridades de un culto inexplicable, dentro de cuyas mallas las almas permanecen estacionadas, confiando a un destino fatal sus esperanzas y sus temores, porque para el creyente la fe es el escudo de su salvaguardia; con la fe el mal será desterrado de la tierra y la prosperidad y el bien se levantarán en todas partes, olvidando desgraciadamente que no siempre por la fe se han trasportado las grandes montañas de la ignorancia y de los errores del hombre; que solamente el trabajo no interrumpido es el que ha echado los sólidos cimientos de la civilización; que el progreso de la humanidad no ha sido jamás obra de la devoción ni de las exterioridades religiosas, sino la consecuencia natural y lógica de los acontecimientos que han forzado al hombre a demoler y reconstruir a la vez; y que para alcanzar los grandes beneficios que hoy la humanidad disfruta, ha tenido que oponerse abiertamente, a las intemperancias del fervor religioso, que siempre ha servido de obstáculo con escandalosa tenacidad, a las conquistas del humano saber; que siempre ha contrariado, sin cuidarse de los medios por bárbaros que fuesen, esas revoluciones operadas santa y pacíficamente en la mesa del geómetra, en el laboratorio del físico y del químico, en el santuario bendito de la escuela y de la cátedra.
    Y mientras que la Teología encerraba al espíritu humano en las estrechas mallas del dogma, regulando todas sus acciones a un sistema, que más que sistema era un dogal insoportable que ahogaba no tan solo la respiración del individuo, sino también de toda la sociedad, la Masonería, levantándose de la tenebrosa noche de los tiempos prehistóricos, avanzaba en su grandiosa obra de regeneración individual y social, introduciendo sus grandes conocimientos; conocimientos que eran por decirlo así en aquellas épocas, el substractum o quinta esencia del saber en unos pueblos humillados inicuamente por la espada del más feroz despotismo, las concupiscencias del fanatismo más degradante, y el vergonzoso privilegio de las castas.
    Ella principia su obra restableciendo los dogmas santos de la justicia en el seno de una sociedad ingrata a consecuencia de su ignorancia. El obrero, ese ser valiente y generoso que sólo se rinde en la lucha del trabajo al cansancio y a la fatiga del cuerpo; ese ser para quien parece haber sido creado exclusivamente el fantasma de la adversidad, no obstante que es el productor asiduo para todos, menos para él, porque el pan que devora está tasado y tasadas están las horas de su reposo y de sus expansiones, llegando a tal extremo ese género de tasa, que la existencia llega a serle insoportable, concluyendo al fin por tener que abandonar su desdichada familia, y acabar sus días en el triste lecho de un asilo de caridad, olvidado de todos aquellos por quienes se sacrificó; ese obrero, repetimos, fue el primero en sentir los beneficios de esa institución salvadora y justiciera, pues, congregándolos, uniéndolos con el indisoluble lazo de la fraternidad, hubo de regenerarlos ilustrando sus inteligencias, moralizando sus costumbres y ofreciéndoles en cambio del grosero fanatismo que habían heredado de sus antepasados, la religión del sentimiento y del deber, el amaos tinos a otros como si fuerais uno sólo.

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