El camino a Cristo -Capitulo 5- La consagración

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  • Опубліковано 28 кві 2022
  • La promesa de Dios es: “Me buscaréis y me hallaréis cuando me buscareis de todo vuestro corazón.”
    Debemos dar a Dios todo el corazón, o no se realizará el cambio que se ha de efectuar en nosotros, por el cual hemos de ser transformados conforme a la semejanza divina. Por naturaleza estamos enemistados con Dios. El Espíritu Santo describe nuestra condición en palabras como éstas: “Muertos en las transgresiones y los pecados,” “la cabeza toda está ya enferma, el corazón todo desfallecido,” “no queda ya en él cosa sana.” Nos sujetan firmemente los lazos de Satanás, “por el cual” hemos “sido apresados, para hacer su voluntad.” Dios quiere sanarnos y libertarnos. Pero como esto exige una transformación completa y la renovación de toda nuestra naturaleza, debemos entregarnos a El completamente.
    La guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás se haya reñido. El rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha; mas para que el alma sea renovada en santidad, debe someterse antes a Dios.
    El gobierno de Dios no se funda en una sumisión ciega ni en una reglamentación irracional, como Satanás quiere hacerlo aparecer. Al contrario, apela al entendimiento y a la conciencia. “¡Venid, pues, y arguyamos juntos!” es la invitación del Creador a los seres que formó. Dios no fuerza la voluntad de sus criaturas. No puede aceptar un homenaje que no le sea otorgado voluntaria e inteligentemente. Una mera sumisión forzada impediría todo desarrollo real del entendimiento y del carácter: haría del hombre un simple autómata. Tal no es el designio del Creador. El desea que el hombre, que es la obra maestra de su poder creador, alcance el más alto desarrollo posible. Nos presenta la gloriosa altura a la cual quiere elevarnos mediante su gracia. Nos invita a entregarnos a El para que pueda cumplir su voluntad en nosotros. A nosotros nos toca decidir si queremos ser libres de la esclavitud del pecado para compartir la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
    Al consagrarnos a Dios, debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separaría de El. Por esto dice el Salvador: “Así, pues, cada uno de vosotros que no renuncia a todo cuanto posee, no puede ser mi discípulo.” Debemos renunciar a todo lo que aleje de Dios nuestro corazón. Las riquezas son el ídolo de muchos. El amor al dinero y el deseo de acumular fortunas constituyen la cadena de oro que los tiene sujetos a Satanás. Otros adoran la reputación y los honores del mundo. Una vida de comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es el ídolo de otros. Pero estos lazos de servidumbre deben romperse. No podemos consagrar una parte de nuestro corazón al Señor, y la otra al mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo seamos enteramente.
    Hay quienes profesan servir a Dios a la vez que confían en sus propios esfuerzos para obedecer su ley, desarrollar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les exige para ganar el cielo. Una religión tal no tiene valor alguno. Cuando Cristo mora en el corazón, el alma rebosa de tal manera de su amor y del gozo de su comunión, que se aferra a El; y contemplándole se olvida de sí misma. El amor a Cristo es el móvil de sus acciones.
    Los que sienten el amor constreñidor de Dios no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para satisfacer lo que El requiere; no preguntan cuál es la norma más baja que acepta, sino que aspiran a una vida de completa conformidad con la voluntad de su Redentor. Con ardiente deseo lo entregan todo y manifiestan un interés proporcional al valor del objeto que procuran. El profesar que se pertenece a Cristo sin sentir ese amor profundo, es mera charla, árido formalismo, gravosa y vil tarea.
    ¿Creéis que es un sacrificio demasiado grande darlo todo a Cristo? Preguntaos: “¿Qué dió Cristo por mí?” El Hijo de Dios lo dió todo para redimirnos: vida, amor y sufrimientos. ¿Es posible que nosotros, seres indignos de tan grande amor, rehusemos entregarle nuestro corazón? Cada momento de nuestra vida hemos compartido las bendiciones de su gracia, y por esta misma razón no podemos comprender plenamente las profundidades de la ignorancia y la miseria de que hemos sido salvados. ¿Es posible que veamos a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados y continuemos, sin embargo, menospreciando todo su amor y sacrificio? Viendo la humillación infinita del Señor de gloria, ¿murmuraremos porque no podemos entrar en la vida sino a costa de conflictos y humillación propia? ... ... ...
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