Es diciembre y todo resplandece. Las calles y las villas se envuelven en un manto de luces, como si el invierno, con su fría caricia, trajera un canto que despierta el alma. Es un tiempo que huele a memoria, que sabe a infancia. Un instante en que la magia nos toca y, por un momento, sentimos que la vida es más grande, más infinita, más eterna de lo que alguna vez imaginamos.
Las miradas se encuentran, los abrazos son sinceros, y en el aire flota algo indescriptible, algo que parece unirnos a todos bajo un mismo cielo. Papeles de colores envuelven promesas y sueños de amor. El corazón despierta a esa emoción que estuvo dormida, y el alma, como una puerta abierta, aguarda las ilusiones que diciembre trae consigo.
No importa dónde estés; no es un lugar lo que define esta esencia, sino la inmensidad del universo que late en cada uno. Bajo las estrellas, cada verso es un suspiro que se eleva al cielo, cada sonrisa, una chispa que ilumina la noche. Es un amor diverso, sin fronteras, que une corazones más allá de lo visible.
Y si la mesa está vacía, aún queda la melodía, ese eco que viaja en el tiempo, trayendo de vuelta las voces que alguna vez llenaron las noches de calor. Aquellos que se han ido no están ausentes; nos abrazan en el silencio, descansan en el aire y reviven en cada palabra, en cada poesía que susurra el corazón.
Es diciembre, y aunque el mundo siga girando, este momento, este instante, es eterno. Es la promesa de que, mientras la luz brille y el amor nos habite, siempre habrá algo que nos haga mirar hacia arriba, hacia las estrellas, hacia el universo.